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NUESTRAS LOCAS ILUSIONES¹
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NUESTRAS LOCAS ILUSIONES¹

Para mi madre, por soñar
otros mundos y conquistarlos

Todo inmigrante recuerda con precisión el momento de la partida. La fecha exacta. El mes, el día, la hora. Los preparativos del viaje. Las ansias locas de encontrar un nuevo mundo, lleno de infinitas posibilidades. Crecí en un Perú sin luz, sin agua, y coches “bomba” que amenazaban con explotar en cualquier instante. A través de las películas y las series americanas que llegaban a Lima, mis compañeros del colegio y yo imaginábamos que Estados Unidos era un inmenso parque de diversiones, donde la gente vivía en casas alucinantes de uno o dos pisos, con techos de dos aguas, terrazas soleadas y jardines verdes, bonitos, con árboles que floreaban. Lo que más anhelábamos era la posibilidad de ir al colegio con ropa de calle, no con nuestros uniformes plomos, siempre tristes y húmedos bajo el cielo limeño y su inclemente garúa. Soñábamos con subirnos a un autobús escolar de color amarillo que llegaría puntual al paradero a recoger a los niños de forma ordenada, como en las películas. Para no tener que pelearnos en medio de la pista con otros hombres y mujeres y niños que intentaban abordar el micro o la combi en medio del tráfico, con boleteros colgados del estribo, intentando meter a los pasajeros como sardinas, fieles a esa bella mentira de que al fondo hay sitio.

Mi historia podría ser la de cualquier inmigrante que deja su país, guiado por esas locas ilusiones que nos impulsan a buscar un mejor destino, sin saber del todo que espinoso y lleno de baches es el camino que nos espera. A unos nos va mejor que a otros. Es cierto. Innegablemente. No es lo mismo llegar con papeles en la mano que como indocumentado. Tampoco lo es cruzar por los cerros o escondido en un maletero que entrar a Estados Unidos por la puerta grande, con una visa de turista, por ejemplo. O como exiliado. E importa, claro está, nuestro nivel de educación, nuestro estatus económico y todo aquello que traemos en nuestro equipaje de mano, cosido en la ropa, para no perderlo en ningún instante… Si estas diferencias las reconocieran los políticos que nos gobiernan otra sería nuestra historia. Si no nos metieran a todos dentro de un mismo saco roto.

Los rostros que más nos enorgullecen, o que validan nuestra condición migratoria, o que cumplen con la cuota de la diversidad de este país tan políticamente correcto, son los de los latinos VISIBLES, aquellos que trabajan en el gobierno, por ejemplo. Y también los rostros de los médicos, abogados, arquitectos, empresarios, profesores universitarios, maestros. Pero la gran mayoría de los latinos y latinoamericanos en los Estados Unidos trabajan mucho y ganan poco. En el campo, en la construcción, en los restaurantes, limpiando casas y edificios, cuidando niños, pintando paredes, vendiendo comida callejera, arreglando carros, o atendiendo a una inmensa población de ancianos que viven en recintos preciosos, inmaculados, que fingen no ser la antesala de la muerte.

En Las locas ilusiones me fijo en estos inmigrantes, cuyas historias no tienen nada que ver con las experiencias de aquellos que vienen a los Estados Unidos para estudiar una maestría, un doctorado. A realizar un posgrado. Sus historias son tan cotidianas, tan comunes y corrientes, que por eso mismo parecen INVISIBLES. Nadie las ve. Siempre es más fácil mirar hacia otro lado y no pensar en la vida del mesero que te atiende, en la señora que encarga a sus hijos para cuidar a los tuyos, en las muchas vidas que se pierden en cada cruce fronterizo, o en el joven que se cambia el nombre para que esa jota o esa eñe de su lengua no cree incomodidad en los paladares gringos. En el libro, los inmigrantes se buscan y se construyen una comunidad alternativa. Procedentes del Perú, de México o Centroamérica, recrean en algún rincón de los Estados Unidos los platos que preparaban en casa, aunque aquí no consigan exactamente los mismos ingredientes. Llevan a todas horas una musiquita interior que los devuelve a casa en dos segundos y viven en su lengua con los giros lingüísticos que utilizaban en casa hace años y que están a punto de volverse obsoletos.

Los años crueles de la presidencia de Donald Trump nos han quitado de los ojos la venda de la felicidad. No lo digo sólo porque un mandatario públicamente tildara a los mexicanos (y por extensión a todos nosotros) de ilegales, drogadictos, criminales y tantas cosas más, sino porque su racismo y xenofobia, su empeño por crear un muro inviolable en la frontera entre México y Estados Unidos, sin respeto alguno por la naturaleza, los animales y los ciudadanos de esa zona, refleja un odio profundo de al menos la mitad del país hacia gente como nosotros que debido a nuestro color de piel, nuestra apariencia física, nuestro acento foráneo, nuestras costumbres, nuestras comidas olorosas, nuestro español, no encajamos en el plan malévolo de que el coloso del Norte sea “Great Again”. Esto nos ha enseñado a vivir en resistencia. A abrazar, más que nunca nuestra otredad, a empoderarnos con ella y por ella. A no quedarnos callados por el temor a incomodar con nuestra voz, nuestra presencia. Porque somos INCURABLES, a mucha honra. Y somos muchos, más de 60 millones, y dicen los estadistas que con todos los hijos que tenemos, y los hijos de nuestros hijos y sus hijos llegaremos a más de 111 millones para el 2060. O más. Tal vez más, según los cálculos fantásticos de Petra Cotes en Cien años de soledad.

No es poca cosa resistir con nuestras letras. La literatura, con mayor destreza que otras disciplinas, explora la duda, los titubeos de la conciencia, los múltiples lados contradictorios de una posible verdad, las indecisiones, los dilemas interiores y los escenarios turbios donde se desintegran las categorizaciones en blanco y negro, o las explicaciones reduccionistas. La literatura nos recuerda que siempre hay algo más allá de los discursos oficiales que tienden a dividir el mundo entre buenos y malos, o legales e ilegales. Suyo es el reino de los afectos o de las emociones imposibles de cuantificar, y suyo es el universo del deseo donde conviven las pasiones en conflicto, la esperanza y el desengaño, las repercusiones del odio, los abismos del miedo.

Este año cumplo treinta años de haber abandonado el Perú. Llegué allá un 8 de febrero de 1977, antes de haber cumplido cuatro meses de nacido y en los brazos de mi mamá, que jura, hasta el día de hoy, que volando sobre suelo peruano, comencé a respirar profundo, como si mis ataques de asma hubieran quedado atrás para siempre. Llegué en un avión que salió de Los Ángeles con destino a la Ciudad de Lima, y pasé catorce años maravillosos allá (aunque el asma no me dejó en paz un solo día). Catorce años que aparecen una y otra vez en todo lo que escribo. Soy, a pesar de haber nacido en este país, un inmigrante peruano, peruano-americano, un latino que vive siempre con un pie aquí y otro allá. Recibo estos treinta años de experiencias invaluables, de aprendizaje de una nueva lengua y una nueva cultura en un momento de crisis electoral en el Perú, y con un nuevo gobierno demócrata en Estados Unidos, cuya vicepresidenta, Kamala Harris, es una minoría, hija de inmigrantes, como yo.

En estos treinta años he perdido el acento limeño que notaban mis tíos y primos cuando bajé del avión en Los Ángeles. Pero no olvido mi casa, mi calle, mi gente, ese mundo inventado que reconstruye todo inmigrante y embellece para hacerse un espacio mental al que siempre puede regresar. Todos vuelven a la tierra en que nacieron, al embrujo incomparable de su sol. Todos vuelven al rincón donde vivieron, donde acaso floreció más de un amor. Treinta años… y me parece mentira que haya pasado tan rápido el tiempo. Y mientras preparo unas humitas de choclo para el almuerzo y las acomodo en la olla, construyendo un castillo de pancas, para que pase el vapor entre ellas, le cuento a mi hija de cinco años que así las preparaba mi Tata en la cocina. Con un trozo de queso en el centro y su zarza picante a un costado. Y pienso en los muchos que vinieron como yo, sin que nadie nos llamara. En las fronteras físicas y metafóricas que hay que cruzar para llegar a este lado de la tierra. Y en los niños indocumentados que viven con el temor de ser separados de sus padres. En los hombres y mujeres que aun después de mucho tiempo de haber emigrado recuerdan la partida, ese otro mar del que vinieron, y tararean, casi siempre solos: Las locas ilusiones me sacaron de mi pueblo y abandoné mi casa para ver la capital. Como recuerdo el día feliz de mi partida. Sin reparar en nada de mi tierra me alejé…


¹Leído al recibir el Primer Premio de Testimonio de la Feria Internacional del Libro Latino y Latinoamericano en Tufts 2020 por Las locas ilusiones y otros relatos de migración (Axiara, 2020). Debido a la pandemia, la ceremonia se llevó a cabo de forma virtual el 22 de abril del 2021. Jorge E. Herrera De León reseñó el libro en Spanglish Voces ese mismo año.

Oswaldo Estrada (Santa Ana, California, 1976), de origen peruano, es narrador, ensayista y profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Es autor de varios libros de crítica literaria y cultural. Sus cuentos han aparecido en antologías y revistas de Estados Unidos, América Latina y Europa. Es autor del libro El secreto de los trenes (UAM, 2018), basado en “El guardagujas” de Juan José Arreola y editor y co-autor de Incurables. Relatos de dolencias y males (Ars Communis, 2020, International Latino Book Awards 2020). Su libro Las locas ilusiones y otros relatos de migración (Axiara, 2020) ganó el Primer Premio de Testimonio de la Feria Internacional del Libro Latino y Latinoamericano en Tufts 2020. Su colección de cuentos, Luces de emergencia (Valparaíso, 2019), fue premiada por el International Latino Book Awards 2020, y acaba de publicarse en Lima bajo el sello editorial de Maquinaciones Narrativa. Su libro de cuentos más reciente es Las guerras perdidas (Sudaquia, 2021).
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