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SEMBRAR NOMEOLVIDES
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SEMBRAR NOMEOLVIDES

    Hoy enterré dos ardillas en mi jardín. Sus ojos fijos y sus patitas quietas aparecen cada vez que bajo los párpados. Me duelen sus vidas interrumpidas y no saber por qué murieron, aunque quisiera pensar que fue de vejez. Me pregunto si son las mismas que veía cada mañana retozando entre los pinos. Estos meses me he refugiado en observar las visitas de los colibríes a las flores de la sábila, de las mariposas a las verónicas, de las abejas a las lavandas y de las ardillas que saltan de rama en rama. Cada animalito, cada agapando, cada rosa en flor ilumina mis días ante el desconcierto de lo que pasa afuera.

    Al inicio de la pandemia, el pesar se acumuló y el día se me iba en la limpieza de la casa y la lectura obsesiva de noticias.  En aquellos tiempos las llamadas a las amigas duraban al menos una hora. Luego fui transitando a las reuniones de zoom. En un principio gritaba de alegría cuando las caras familiares aparecían una a una en mi pantalla. Luego aprendí a silenciarlas y a intercalar sus voces, a conocer nuevas personas y a reconocer los enojos de algunas con una salida intempestiva.

    Pronto llegaron los proyectos y el trabajo para una organización social conformada por mujeres sin miedo, que suben y bajan cerros para llevar alimentos a poblaciones maltratadas. Gracias a ese trabajo entrevisto y escribo las historias de personas que están en situación desesperada ante la crisis de este año. Madres adolescentes que crían sin padres a sus hijos, familias jóvenes que usan un solo celular para que sus tres hijos tomen clases en línea, abuelas que acogen en dos habitaciones a sus hijos y nietos, trabajadoras del hogar que han sido despedidas sin compensación. Escucho cómo  han buscado hospital cuando se han contagiado de COVID, cómo siembran calabacitas y papas en cada rincón de sus parcelas para que la comida no les falte y cómo deben caminar por horas para evitar el transporte público.

   Echo de menos los viajes, la salud, los abrazos, las ferias del libro, las cenas con amigos y las visitas a las escuelas de mis hijos. Y al mismo tiempo he descubierto cómo lo esencial se delinea y mi modo de mirar el mundo ha migrado. He sido invitada a espacios íntimos sin salir de mi casa, he olido las tortillas de los comales y he escuchado el canto de los gallos interrumpir mis conversaciones. He acompañado la tristeza y la esperanza de decenas de personas que se cuelgan de nuestras conversaciones telefónicas como un asidero, un oasis de contacto humano. Junto a ellos, personal de limpieza, meseros, cocineras, dependientes de comercios, heladeros, costureras, hilo una red de sustento. Las palabras que me regalan las entretejo con las que leo y con las que intercambio con mis amigas escritoras.

    Salgo de mis libros para tocar la vida real y después regreso al refugio de las mariposas y las abejas. Los cacomixtles corren por el techo y celebro sus fiestas. Aunque este día me faltan dos ardillas. Esta tarde sembraré nomeolvides bajo el árbol donde las enterré.


Daniela Becerra Desde niña se refugia en las palabras leídas o escritas. Aunque siempre quiso estudiar Letras, es licenciada en Comunicación y cursó la maestría en Desarrollo Humano. Se graduó con una tesis sobre la participación de las mujeres en la literatura mexicana. Ha publicado ficción y no ficción en Literal Magazine, Nagari, Escritoras Mexicanas, El Beisman, Reforma, El Financiero, Harper’s Bazaar y Elle, entre otros medios. Editó Alcanzar el vuelo. Responsabilidad social en las empresas, publicado por Cemefi.  En estos momentos de pandemia, pone su escritura al servicio de una organización social y ha escrito decenas de semblanzas de gente en necesidad. También espera la próxima publicación de su libro colectivo Palabras entrelazadas.

                                        Twitter  @danielabr3 

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